Se cumplen hoy, 8 de octubre de
2013, cien años del nacimiento de mi amada madre Elena Estanga de Carmona.
Nacida en Ciudad Bolívar (Angostura), de la unión conyugal de Hortensia
Sigurani y Celestino Estanga, una familia corta de antepasados foráneos, como
tantas familias que llegaron a Guayana atraídas por el potencial que esa rica región
ofrecía a fines del siglo XIX e inicios del siglo XX, en esa Venezuela entonces
llamada “Tierra de Gracia”.
El apellido materno de mi madre,
Sigurani, era de origen corso, y el del lado paterno Estanga, una
castellanización del francés Estaing, sin árboles genealógicos ni heráldicas, pues
era gente de trabajo, y como tantos venezolanos, producto del gran crisol que
fue de razas y culturas.
Después del derrocamiento del
Presidente Cipriano Castro en 1908, mi abuelo debió realizar un viaje de Ciudad
Bolívar a Caracas, a cuyo efecto abordó el barco que surcaba el río Orinoco, principal
medio de comunicación existente, con una escala en Puerto España, Trinidad, para
continuar al día siguiente hacia el puerto de La Guaira. En las horas de escala
en la capital trinitaria, mi joven abuelo, de 28 años de edad, decidió visitar al
ex Presidente Castro, a quien había conocido en una visita que este hiciera a
Ciudad Bolívar, lo cual fue de inmediato reportado telegráficamente a Caracas por
los esbirros de Juan Vicente Gómez. Al desembarcar en La Guaira, mi pobre abuelo
fue detenido y trasladado a la tenebrosa cárcel gomecista de La Rotunda en
Caracas, donde sufrió privaciones y torturas, hasta ser vilmente asesinado.
Refiere la edición No. 101-106
del Boletín del Archivo Histórico de Miraflores, publicado por el Ministerio de
la Secretaría de la Presidencia de la República de Venezuela, que el joven
Celestino Estanga murió envenenado en el Calabozo No. 15 de La Rotunda el día
17 de marzo de 1917, cuando mi madre tenía tan solo tres añitos de edad.
Relata Miguel Delgado Chalbaud,
compañero de calabozo del abuelo, en carta dirigida a mi madre tras la muerte
de Gómez, fechada el 20 de junio de 1936, lo siguiente:
“Efectivamente,
yo fui el compañero que ayudó a su papá hasta el momento en que murió. Yo fui
quien en 1923 cuando llegué a Ciudad Bolívar, entregué a su abuelita la cuchara
de plata que mi buen amigo Celestino me confió para usted, su hijita adorada, a
quien siempre recordaba el pobre cada día.
Deseaba
ponerme en contacto con usted, porque quiero cumplirle a mi buen amigo muerto,
la promesa que le hice de velar por usted, y ayudarla a hacer su reclamo contra
el asesino que la privó a usted de su padre……Mis abogados introducirán su
demanda contra los herederos de Gómez, para reclamarles el pago del daño que le
hicieron a Ud. privándola de su padre y el que le hicieron Gómez y sus secuaces
llevándolo injustamente a la cárcel”.
Empezó así una dura etapa para mi noble
madre. Al conocer mi abuela Hortensia la trágica noticia, en la primavera de su
vida, entró en un profundo estado de depresión que la condujo a la muerte. Mamá
quedó así, como indefensa infante en la orfandad, al cuidado de su abuela y de las
tías Cecilia y Elba.
Fue una niñez de irremplazables
vacíos afectivos, que superó gracias a su inmensa fortaleza. De adolescente se
trasladó a Caracas, donde comenzó a laborar en el diario El Impulso, fundado
por mi abuelo Don Federico Carmona Álvarez, el cual operó durante varios años
con ediciones simultáneas en Barquisimeto y Caracas. Allí conoció a mi padre,
Roberto Carmona Figueroa, con quien contrajo nupcias en la capital de la
República el 11 de noviembre de 1931. Más tarde decidieron trasladarse a
Barquisimeto, tierra de origen secular de las familias Carmona, Figueroa y
Álvarez, aunque más específicamente del Distrito Torres: Carora y Río Tocuyo.
De su inmenso amor procrearon
varios hijos: Pedro Francisco el mayor, nacido en 1933, fallecido en un
accidente automovilístico, a pocos días de cumplir sus 4 años, Norma Elena, América,
María Luisa, yo Pedro Francisco como mi hermano mayor y varios antepasados, y
Carmen Alicia la menor. Mi madre tuvo dos pérdidas que llegaron a ser bautizados:
Juan Bautista (1937) y Aurita (Aura Rosa, 1945), y el menor, Abelardo Antonio,
nacido el 14 de enero de 1949, murió en marzo de 1950 de una meningitis viral.
De la pérdida de esos amados hijitos jamás se recuperaron mis padres, y muy en
especial de mi homónimo, Pedro Francisco, a quien no conocí, pero que al decir
de mis padres era un adorable angelito que se hacía querer de todo el mundo.
Al regresar a Barquisimeto, mi
padre laboró un tiempo en el periódico familiar El Impulso, pero luego decidió fundar
su propio negocio, la Tipografía El Impulso, que posteriormente rebautizó como
Tipografía Carmona, la cual llegó a ser, aunque mediana, la más importante de
ese pueblo grande que era la pacífica y musical capital larense a mediados del
siglo pasado.
Mamá fue insigne esposa, inmejorable
madre, y de una tenacidad indoblegable, en especial en la educación de sus
hijos, haciendo buen complemento al temperamento apacible y de santidad de
papá, para quien constituyó el apoyo fundamental de su vida. La familia creció en
un ambiente de clase media, con la sobriedad propia de la Venezuela de la
postguerra. Recuerdo a mamá acompañando laboralmente a papá, sin desatender las
obligaciones del hogar, y cuando era necesario, llevando trabajo nocturno a la
casa, a lo cual los hijos contribuíamos, hasta que abatidos por la fatiga se
retiraban a descansar para comenzar al día siguiente una nueva jornada. Ambos
salían a las 7:30 de la mañana caminando las pocas cuadras que separaban la
casa del negocio, regresaban a la hora del almuerzo, para estar de vuelta a las
dos de la tarde al frente de sus obligaciones, dando ejemplo de consagración,
por lo cual eran admirados por amigos y vecinos.
La familia se levantó con dignidad,
valores y aprecio por las cosas. Hoy recuerdo cómo mamá nos insistía en ahorrar,
cuidar, y valernos por nuestros propios medios. Las alegrías nos las
proporcionaban las cosas más sencillas. Siempre que requería algo, mamá no
dudaba en decirme: tome, compre su ropa, inscríbase en el Colegio, vaya donde
el dentista, sea responsable en sus estudios, y en vacaciones haga las cobranzas
de la Tipografía, para que se gane unos bolívares. Así nos inculcó independencia
e iniciativa, aunque siempre estaba pendiente de nuestra conducta y deberes, en
una sociedad tan conservadora como era la barquisimetana de la época.
Mamá fue una mujer devota, en
especial de San Antonio de Padua, al que nunca dejó de rezar periódicamente la
novena de los “trece martes”, aunque estuviera exhausta de cansancio. El Santo le
retribuyó con bendiciones y favores. Todavía hoy, los hijos sentimos que la
numerología de los 13 tiene una especial significación, para bien o para mal. En
lo personal, San Antonio me acompaña en mi mesa de noche, y he peregrinado más
de una vez al templo del milagroso Santo en Padua, Italia.
En momentos difíciles, cuando los
cinco hijos estudiábamos, y mi hermana América lo hacía en Estados Unidos, papá
llegó a plantear agobiado que ella debía regresar a Venezuela, ante lo
cual la respuesta de mamá fue
terminante: aquí, ni un paso atrás, aunque haya que trabajar jornadas más
largas. Así nos levantaron, con esfuerzo y grandeza generosa, que los hijos tratamos de retribuir en vida
con gratitud y afecto. Quizás les faltó disfrutar más de la vida, pero no había
espacio para el ocio. La bondad de ambos era proverbial. Por la casa paterna y
solariega de la Carrera 18 desfilaban menesterosos, parientes y gente sencilla
de la ciudad y de pueblos apartados de Lara, y a nadie se negaba solidaridad y
apoyo. Literalmente compartían el pan con los más necesitados, como muestra inequívoca
de los verdaderos valores cristianos.
Rindo hoy homenaje a la memoria imborrable
de esa madre que está en el cielo, pues hizo el bien en la tierra, y se preparó
para entregar su alma a Dios, un 16 de febrero de 1990, a la edad de 76 años. Papá
viajó a su encuentro año y medio después. Le sobreviven sus cinco hijos, 16
nietos, entre ellos mi amado hijo Gustavo Adolfo, y 23 biznietos, quienes la
recordarán hoy como su amorosa Mamá Elena.
Madre: descansa en paz e intercede
incesantemente ante Dios por tus seres queridos y por nuestra sufrida patria, hasta
que nos reencontremos un día en la vida trascendente.
"Para la verdad, el tiempo; para la justicia Dios"