El pasado 5 de julio se conmemoró el bicentenario de la fecha más trascendente de la nacionalidad venezolana: la firma del acta que proclamó la separación de las Provincias Unidas de Venezuela “de toda forma de sumisión y dominio de la Corona española”, asumiendo la condición de Estado libre e independiente. No ha sido un lecho de rosas el devenir de nuestra historia política, especialmente por el peso que el caudillismo militarista ha tenido sobre una parte significativa de esos 200 años de historia republicana, hoy redivivo.
Una fecha histórica, cuyo único antecedente había sido la celebración del centenario de la independencia en 1911, durante el gobierno dictatorial de Juan Vicente Gómez, encuentra a Venezuela fracturada, desinstitucionalizada, atrasada, abatida por el fundamentalismo ideológico, hasta el punto de convertir la fiesta central de nuestra nacionalidad, en una nueva expresión de culto a la personalidad del caudillo presidente. Hubo agresiones a una representante de la oposición presente en el desfile militar, mientras los áulicos del régimen, movilizados en miles de autobuses, proclamaban desde el Paseo de los Próceres el lema “P´alante Comandante”, como triste expresión de sumisión. Pero como el gobierno excluye al disenso político y se ha apropiado de la historia y de los símbolos de la nacionalidad, millones de compatriotas decidieron ignorar los actos conmemorativos de esa magna fecha, ahondándose la división imperante, en otra oportunidad desechada por el gobierno para propiciar el reencuentro de los venezolanos en torno a sus efemérides. Es obvio que para el oficialismo no hay espacios para la reconciliación o la tolerancia, sólo para la guerra asimétrica, con miras a perpetuarse en el poder a cualquier costo y, sin reparar en medios autoritarios, tratar de acallar la crítica y la disidencia.
Circularon por la red imágenes de altos oficiales excéntricamente ataviados, que produjeron vergüenza ajena, junto a una “orgullosa” muestra de juguetes, producto de la mayor adquisición de armamentos de que tenga recuerdo la nación, pues ni siquiera bajo el régimen militarista de Marcos Pérez Jiménez, quien se esmeró en modernizar a las Fuerzas Armadas, se invirtieron tantos recursos en implementos bélicos, menos aún con tecnologías de dudosa conveniencia. Entre tanto, el país está en jaque ante la anarquía, la inseguridad ciudadana, el colapso de servicios públicos, cárceles, escuelas, hospitales e infraestructura. Adicionalmente, se exhibió sin rubor a la institución castrense ya mutada hacia la condición de partido político armado al servicio de una parcialidad política, en una de las más aberrantes expresiones de inconstitucionalidad de las que ha sido capaz el gobierno en ejercicio. Ha sido así, paradójicamente, un oficial de las FA, quien ha tenido a su cargo la destrucción de su propia institución, como cuerpo profesional y apolítico.
El bicentenario encuentra pues al país dividido como nunca, asfixiado por un totalitarismo que ha anulado el control político, y que avanza hacia el objetivo de construcción de un Estado omnipotente, intervencionista hasta los tuétanos, dueño de medios de producción y centralmente planificado. Son numerosos los presos y perseguidos políticos, entre ellos los Comisarios Vivas, Forero y Simonovis, Alejandro Peña Esclusa, y ahora Oswaldo Álvarez Paz, además de miles de exiliados y autoexiliados. El éxodo de venezolanos al exterior no tiene precedentes: un millón de personas, en un país que fue siempre de inmigración y no de emigración, con el alto costo de la peor de las descapitalizaciones: la del talento humano. Como si fuera poco, el bicentenario nos recibe con una economía en crisis, sin obras, viviendas ni realizaciones importantes, pese a que los ingresos recibidos en los últimos doce años superan a los de los 188 años precedentes. El país registra la inflación más alta de América Latina, el aparato productivo y la inversión pública y privada muestran un franco deterioro, la deuda crece exponencialmente, se ha hipotecado al país con ventas de petróleo a futuro, y se mantiene una masiva fuga de capitales. En pocas palabras, una de las naciones más ricas del hemisferio, que debería estar a la vanguardia del desarrollo, desperdició el poder político y económico detentado por un régimen próximo a cumplir 13 años, con un balance de fracaso, ubicada junto a las naciones atrasadas del mundo, pese a que la política informativa del Estado trate de mostrar a Venezuela como un país con futuro.
Los lemas antiimperialistas que proclaman los voceros del régimen contrastan con la visible realidad de cesión de soberanía a manos cubanas, en el mayor acto de entreguismo de los 200 años de nuestra nacionalidad. Que ello se trate de justificar bajo la fachada de que Venezuela y Cuba están unidas en un solo proceso político, no es sino la falaz justificación con la cual Chávez retribuye el apoyo político-estratégico de su mentor Fidel Castro y su hermano Raúl. En lo internacional, el gobierno ha alejado al país de sus relaciones tradicionales con occidente, para asumir compromisos económicos e ideológicos no solo con Cuba, sino con Irán, Rusia, China, Bielorusia, Libia, Siria, y las más nefastas dictaduras del mundo. Por ello es lamentable que América Latina haya arriado las banderas de la defensa activa de la democracia, como se pretendió con la Carta Democrática Interamericana, en aras de una doble moral y pragmatismo que fortalece a las falsas democracias emergentes en la región, unidas en los propósitos comunes del Socialismo del Siglo XXI, del Foro de Sao Paulo, o el ALBA. Hay que recordar siempre que democracia no es sólo elecciones, pues pueden ser manipuladas, y que su esencia radica en la independencia de los poderes, el control político y el acatamiento pleno al Estado de Derecho. Es decir, se necesita el origen electoral si es limpio, pero mucho más la legitimidad en el desempeño.
La enfermedad del Presidente de la República, signada por un halo de secretismo e intriga, se ha desviado hacia una hábil manipulación político-electoral para hacerlo aparecer como invencible ante toda suerte de adversidades. El Comandante-Presidente reafirmó su absolutismo al no encargar del Poder Ejecutivo al Vicepresidente Ejecutivo y gobernar durante semanas desde Cuba, con total desprecio a la Constitución y a sus instituciones. Por su parte, Fidel Castro se afianzó como pieza maestra de los hilos del poder y de la voluntad del Presidente Chávez, en la medida en que ahora le atribuye la salvación de su vida. Ay, si no fuera por Fidel, “hasta habríamos perdido el referéndum revocatorio” (2004), y ahora: “ay, de no haber sido por Fidel, mi médico, confesor y tutor hacia la atención médica, hasta mi vida habría estado en juego”. A él le debe todo, y por ello le entrega todo: petróleo, el dinero de los venezolanos, y el manejo estratégico y operativo de la nación.
En suma, la mayoría de los venezolanos asimila con dolor la situación del país a 200 años de su existencia como nación, sumido en la trágica implantación de un modelo de totalitarismo comunista, con un sistema electoral mediatizado, y con abiertas amenazas de que “ni el país ni la Fuerza Armada admitirán un gobierno de oposición en Venezuela” (General Rangel Silva dixit), o que “existen otras vías distintas a la electoral, como la lucha armada” (Adán Chávez dixit). ¿Alguna duda sobre las intenciones de permanencia del régimen en el poder, so pena de recurrir a la guerra asimétrica con todas sus consecuencias? Intenciones tan graves merecen una clara estrategia por parte de la nación democrática, que es la mayoría, pero que luce retraída o acorralada. Confiemos en que el pueblo, más allá de sus dirigentes, sea capaz de despertar frente a la conculcación del régimen de libertades hacia el cual se avanza en forma indetenible, ello mientras prevalezcan resquicios para la protesta democrática que el régimen necesita exhibir ante el mundo como un “barniz” de legalidad, aunque las peores dictaduras del mundo han construido su propia juridicidad. Puede que el deterioro de las energías del caudillo desencadenen la toma de conciencia hacia un camino pacífico de alternabilidad política, que permita acometer el rescate desde las cenizas, de los valores fundacionales de la nación, hoy totalmente extraviados.
"Para la verdad, el tiempo; para la justicia Dios"
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